miércoles, 18 de marzo de 2009

Haciendas


El hombre por esencia tiene la necesidad de identificar rasgos de identidad, lo que fortalece su espíritu le da la seguridad de saber de dónde viene y a dónde va. Si hablar del presente es difícil, el tener que investigar las cosas que ya han sucedido es mucho más complicado de lo que podríamos pensar, y sobre todo determinar criterios y puntos de vista; porque cada individuo explica los hechos desde su sentimiento, formación o capacidad de interpretación.
Por ello, muchas veces el determinar el lenguaje, es parte del éxito que pudiese tener un texto. Tenemos que ser respetuosos de la información, que se nos ha entregado como parte de una historia transmitida en forma de tradición oral y que tenemos la responsabilidad de fortalecerla, evitando en lo más posible las inferencias, haciendo uso de los recursos literarios de descripción y redacción de acontecimientos basados en hechos.
El cuerpo de la hacienda es rectangular a un sólo nivel. Su fachada principal es de aplanado blanco, posee un torreón cercano al acceso principal, es de un sólo cuerpo en forma circular y cornisa de pecho de pichón. Los muros son de piedra y adobe, y la cubierta de viguería de madera con tejamanil de forma plana.
Cuenta con tres patios traseros que están rodeados por la hacienda y una huerta que conecta al caserío de peones con el edificio mayor; y otro patio más, ubicado a un lado del conjunto. Las haciendas contaba con un despacho, administración, capilla dentro del edificio, tinacal, tienda de raya, bodega, zaguanes, caballeriza, macheros, troje, sillero, cocina, comedor, recamaras, establo, corrales, escuela, calpaneria y una capilla fuera de la construcción.

El Hacendado.

Muy astutamente los hacendados de tiempo atrás aplicaron, cambiaron y utilizaron en su particular provecho, los humildes preceptos cristianos. En tanto que la Iglesia aconsejaba desde el púlpito el desprecio a las cosas materiales y la resignación ante el infortunio, puesto que decía: “de los pobres será el reino de los cielos”, los hacendados capitalizaban estos consejos de humildad y resignación para convencer a los campesinos que deberían conformarse con su destino. “Su miseria y su pobreza", les decían, "les serán ampliamente recompensados en el cielo". Y de esta manera acabaron por convencer al ignorante y sufrido campesino de que su resignación y conformidad para la vida de miserias que le habían asignado los hacendados, era una actitud auténticamente cristiana.
Los campesinos ganaban de dieciocho a veinticinco centavos diarios, según la región, y deberían de trabajar de sol a sol, es decir, de las seis de la mañana a las seis de la tarde. Los jefes de peones, llamados caporales, ganaban de tres a cinco pesos a la semana. El mayordomo de la hacienda y el tenedor de libros ganaban, cada uno, entre ocho y quince pesos a la semana.
Las grandes haciendas tenían además un administrador general, que ganaba hasta cien pesos mensuales, que era el salario más alto que podía disfrutar un trabajador no profesionista en ese tiempo.
Los campesinos permanecían aglomerados en un rincón de la hacienda llamado las cuadrillas. Allí había una serie de cuartos de adobe, todos iguales, propiedad del hacendado y destinados a los campesinos con su respectiva familia.
No se vaya a suponer que de pronto surgió un gesto de humildad por parte del hacendado. Se les daba casa a los campesinos para que no pudieran huir sin pagar sus deudas, para obligarlos a que se levantaran a las 5:00 de la mañana y para tenerlos próximos a los sitios de la siembra; además se les descontaba parte del alojamiento de su salario.
En los tiempos de Porfirio Díaz continuaba el hombre del pueblo vistiendo camisa y calzón de manta, calzando guarache (cuando algo calzaban) y cubriéndose con sombrero de “petate". Seguía la mujer enredándose en un clásico "huipil', pegada siempre al metate, sin más alimento que la tortilla de maíz, el chile y los frijoles.
Así vivían los campesinos en relación con los hacendados, quienes vivían estupendamente. Cualquier comparación que se haga con los ricos de nuestro tiempo, excepto los multimillonarios, es poco.
Bastó considerar que en el tiempo de Porfirio Díaz, casi toda la tierra laborable de México estaba repartida en 840 gigantescas haciendas, cada una de ellas con docenas de miles de hectáreas; lo demás eran granjas y ranchitos. Muchos de estos inmensos latifundios pertenecían a norteamericanos prominentes. Ninguna de estas haciendas fue explotada en su totalidad, el dueño prefirió siempre cultivos de fácil explotación y sobre todo de pocos gastos. Se sembraban solamente unos cuantos cultivos: maíz, cebada, azúcar, frijol, papa, chile, trigo y hortalizas.Los números y la realidad han demostrado que las haciendas que la Revolución dejó a los ejidatarios, producen mucho más que las propias haciendas, cuando estas se encontraban en manos de sus propietarios.

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